Cómo caer de un balcón y mirar al cielo
Un viernes que era un sábado cuando llegó el domingo.
La semana pasada vinieron a vivir al edificio una pareja nueva. Su departamento está en el cuarto piso y el nuestro en el tercero y, desde nuestra habitación, vemos las ventanas de su salón. Supimos que eran nuevos vecinos porque empezamos a ver a una gatita blanca con manchas negras salir a las barras metálicas que sirven a modo de jardinera por si se quiere colocar plantas. La gata entraba y salía por la ventana y se giraba con bastante torpeza y dificultad por un lado porque aún se estaba haciendo al espacio y también por lo estrecho e incómodo de ese lugar. Cuando salía nuestras gatas la miraban fascinadas pero nosotros cerrábamos rápido las cortinas para que la gatita no pudiera darse cuenta de que otras dos gatas estaban mirándola y se pusiera nerviosa y pudiera resbalar al distraerse.
El pasado domingo, mientras nos estábamos preparando para desayunar a media mañana (por algo era domingo), vi pasar una forma por delante de nuestro balcón, escuché un golpe sordo seguido de un maullido de dolor. Le dije a Javiera “se ha caído la gata del cuarto”. Era evidente que eso iba a pasar. Nos pusimos histéricos, agarramos nuestro transportín y bajamos corriendo. Del revuelo, Estela y Catlin se asustaron tanto que se escondieron bajo la cama. Al llegar al estacionamiento localizamos a la gata siguiendo los maullidos de dolor. Se había arrastrado hasta una esquina, cobijada por la trasera de un coche. Estaba acurrucada maullando con dificultad, posada sobre su propia orina, que seguramente se habría hecho al no controlar su cuerpo en ese momento. Le toqué la cabecita y maulló pidiendo ayuda. Javiera se quedó con ella acariciándola mientras yo corrí a una clínica veterinaria que está cerca y abre todos los días, incluso los fines de semana. Estaba tan alterado y nervioso que no creo que me explicara muy bien aunque me dijo la chica que estaba de guardia que seguramente tendrían que llevarla a un lugar donde pudieran operarla porque allí es sólo para cosas menores, pruebas y revisiones, pero no algo más complejo. Javiera fue a la portería para que avisaran a las personas de la casa que aún no parecían haberse dado cuenta porque, durante todo este rato, aún no habían bajado. Cuando llegué había un hombre mirando a Javiera acariciar a la gata, muchísimo más tranquilo que nosotros, esperando a que su pareja bajara con su propio transportín para llevar a la gata que no dejaba de maullar de dolor y miedo.
Durante estos días hemos estado preguntando por la gatita y nos dijeron que la operaron y que hoy viernes la traían a casa. Esta mañana hemos visto como ponían la malla en las ventanas del salón. Tarde. No seamos esas personas.
Hace unos meses, en Noviembre, me empezó un dolor en el costado izquierdo. No le di importancia porque tengo regulares digestiones y, a veces, me viene ese dolor, me dura tres o cuatro días y se va hasta pasados unos meses o un año. Pero esta vez no se iba. Una semana, dos y el mismo dolor punzante, a veces muy intenso, tanto que me llegaba a impedir dormir. Fui al médico que me mandó montones de pruebas en las que no se veía nada. Me hicieron cultivos y nada. Un tac lateral. Nada. Una endoscopia. Nada. Me recetaron unas pastillas para comprobar que no fuera colon irritable. O gases. O algún tipo de intolerancia desarrollada de adulto. Nada. Tengo antecedentes familiares de cáncer (mis padres, ambos, lo han pasado, en el caso de mi padre en repetidas ocasiones y en diversos órganos), por lo que no viene mal asustarse. Empecé a sentirme como en el último capítulo de Caro Diario (1993) de Nanni Moretti Ahora deberé hacerme una colonoscopia, aunque tengo que esperar. Y eso pagando. Y no poco. Porque para eso estoy en un lugar en el que la libertad es que si no puedes pagar te mueres. Cuando te hacen algunas de esas pruebas aún te dan el cederrón (me encanta escribir una palabra tan fea, aceptada por la RAE en un alarde de modernidad mal entendida que está en trance de desaparecer por el avance tecnológico). Pensé que lo del cederrón con mis tripas e intestinos es un atraso porque ya no hay apenas casas ni ordenadores con lectores. Lo lógico sería un pendrive o, incluso, un enlace para llegar a un lugar donde almacenasen vídeos de mis tripas, de las tripas de todos.
Hace muchos años, en el año 2000, me hicieron mi primera endoscopia por algo totalmente diferente, un caso de crisis de ansiedad que derivó en unos meses muy oscuros. En una carta futura volveré a este momento. Entonces era diferente, apenas me dieron anestesia local, un calmante y el tubo adentro. Ahora fue con anestesia general, que me provocaba un poco de miedo, pero todo fue rápido y sencillo, como un sueño. Aquella primera vez, mientras me lo hacían, tenía delante la pantalla en la que se iba viendo cómo bajaba el tubo por mi esófago y me iban viendo por dentro. Menos mal que sólo me podían ver por dentro lo físico, porque estaba realmente triste por aquel entonces. Recuerdo la sensación de horror tanto física, porque notaba el tubo moverse como una culebrilla por mi garganta, y un horror más vital al estar sentado mientras miraba cómo la cámara iluminaba mis órganos hasta llegar al intestino. En aquella ocasión no me dieron el cederrón.
A principios de este siglo, el cineasta alemán, teórico y filósofo de lo visual Harun Farocki definió ese tipo de imagen como imagen operacional (o imagen operativa). Se refería a todas esas imágenes que no tienen un propósito cultural, estético o de reflejo consciente del mundo. Más bien serían esas imágenes, de las que estamos rodeados, que sirven a un propósito dentro de un esquema superior y que, generalmente, son producidas a través de automatizaciones mecánicas. Para su instalación Eye/Machine (2001-2003), donde definió esta imagen operacional, usó las que se obtenían al hacer misiones con material militar, como la que acompaña a un misil, o un láser de seguimiento. Como gran parte de su obra, se trataba de una reflexión y análisis político de los estímulos audiovisuales a los que nos someten sin estar atentos a ellos, porque hemos dejado de estar impresionados con la construcción del discurso de la imagen artificial para aceptarla de manera acrítica casi como algo natural y cómo ese imaginario encuentra su camino en la vida civil. Yo no era consciente de que esas imágenes a las que asistía horrorizado estaban siendo definidas por Farocki por entonces.
Entre las imágenes operacionales más habituales que consumimos están las de Google Street View. Ponernos a navegar por una ciudad, a través de sus calles, con ese efecto raro en el que un clic te hace avanzar y, aunque existe una continuidad, la imagen que sigue a la anterior no es estrictamente la que existe en la realidad. En 2013 hubo un pequeño revuelo en algunos medios porque alguien había descubierto que, al pasear por el Street View por Rolle, en Suiza, aparecía en una calle su habitante más famoso, Jean-Luc Godard. Se le podía ver en la misma calle en dos lugares, dada esa falta de continuidad de Street View (que tampoco creo que desagradara al propio Godard, dinamitador del montaje continuo). Una de esas apariciones aún existe y se puede ver aquí, mientras charla con un hombre. La otra, unos metros antes, ya no está pero claro, se puede ver en las capturas que se hicieron entonces. Es una imagen muy interesante porque en ella se le ve caminar junto a Anne-Marie Miéville, colaboradora primero, compañera después y, finalmente tercera esposa del director. Una influencia decisiva en su vida y carrera, en la que han trabajado en proyectos absolutamente sublimes como Numéro deux (1975), Ici et Ailleurs (1976), France, tour, détour, deux enfants (1979) o Soft and Hard (1985). El pintor, programador y videoartista Robert Luxemburg tomó esas imágenes operacionales del Street View y las resignificó creando una pequeña historia de ese encuentro estático, una especie de ficción que las desoperacionalizaba, en gran parte gracias al uso de la música de Georges Delerue para Le Mépris (1963) del propio Godard. El final, con un plano que se eleva al cielo sobre el que se lee © 2015 Google provoca una cierta y extraña evocación a los cielos de Capri tan bellamente filmados en la película de Godard.
Sobre cielos trata el libro que Erika Balsom, ensayista, crítica y profesora de estudios cinematográficos en el King’s College de Londres, dedica a la película Ten Skies (2004) de James Benning. Ten Skies es una película hermana de otra de Benning, 13 Lakes (2004). Si en 13 Lakes filmaba en plano fijo, en 16mm, 13 lagos durante 13 minutos cada uno, en Ten Skies hace lo propio en 10 planos fijos del cielo de unos 10 minutos cada uno. No hay más, nubes pasando, los ruidos propios del lugar de filmación, el paso del tiempo…Como todo el cine estructural del que Benning es uno de sus nombres más ilustres, el desafío es mirar.
En uno de los capítulos, Balsom se refiere a la proliferación de los video ensayos sobre películas, algo que en la última década ha experimentado un boom en youtube y vimeo gracias a la facilidad de acceso a las obras y las herramientas a coste cero para editar gracias a nombres como el de Kogonada. Su crítica viene de que esos video ensayos suelen ser apenas reflejos, meras ilustraciones de lo que se quiere mostrar más que comentarios sobre esas imágenes, una reinterpretación o reflexión sobre ellas.
Denominadas supercuts, muchas veces caen en la mera recopilación de momentos en los que demostrar la tesis a mostrar: las manos en Bresson, los atardeceres en Ford o Nicholas Cage perdiendo la cabeza. Balsom considera que la descripción y reinterpretación del objeto de estudio es un tipo de comentario que añade un valor extra a la mera ilustración. Una que parte del crítico, que invita a la reimaginación del lector, que tiene que evocar esas imágenes ausentes. Como dice Richard Brody sobre la monumental Histoire(s) du Cinéma (1988-1998), hecha mucho antes de este citado boom, compuesta por cientos de momentos intervenidos de otras películas, esta sería “una advertencia previa a los videoensayistas: Godard no cita, sino que reelabora y transforma las imágenes”.
Anunciaba hoy Disney + que iba a sacar de su catálogo y de el de Hulu cincuenta series y películas originales, hechas específicamente para la plataforma, en una forma de ahorrar gastos (si no están no hay que pagar por ellas a sus creadores lo que generen en el futuro). No son los primeros en hacerlo, todas las plataformas están recurriendo a ello en los últimos tiempos, aunque el volumen y el hecho de que algunas de esas series tuvieran apenas seis meses ha causado perplejidad y enfado a sus responsables. No sólo son producciones olvidadas, sino algunas de las más fuertemente promocionadas en su momento por la plataforma como Willow, Pistol o Y: The Last Man. La creadora de esta última reaccionaba en tuiter así a la noticia.
La irrepetible cineasta Danièlle Huillet consideraba que la esencia del cine es donde el espacio se convierte en tiempo. Algo que se relacionaba con esa idea de Godard de que el cine no está a salvo del tiempo, sino que es el refugio del tiempo. La desaparición de esas producciones convierte esto en paradoja. Se hace un espacio (aunque sea un espacio virtual, muy diferente al que se refiere Huillet que era el físico, el que capturaba la película) y, con ello, se convierte en un vacío del tiempo. Una especie de agujero negro en el que no existe ese tiempo. A propósito de estas noticias, el crítico Scott Tobias reflexionaba sobre esta situación.
Por supuesto que se podría argumentar que esas obras siguen disponibles en webs de descarga no legales pero, además de no ser el medio ideal de acercarse a ellas, su desaparición tiene unos matices diferentes a cuando, por ejemplo, un disco desaparece de una plataforma de streaming. Ese disco, en la forma de master, sigue en posesión del grupo, el estudio y el sello. Probablemente en copias físicas también. Aquí, la copia inicial, se la hace desaparecer como desaparecieron tantas películas desde el inicio del cine (el 90% del periodo del cine mudo ya no existe). Un fallo en un servidor, un borrado accidental, un incendio, y sólo nos quedarían unas copias degradadas de las mismas. De una manera u otra esto nos conduce a Walter Benjamin. Esa situación me recordó a una entrevista que leí hace un tiempo al programador y crítico argentino Roger Koza en la que hacía una relectura de la idea del aura de Benjamin adaptada a los tiempos del streaming.
El aura ya no era poseído por la obra inicial, lo que la hace única y que se perdía cuando la reproductibilidad mecánica la convierte en un objeto en serie y destruye y machaca su aura. Koza piensa que se resitúa en la experiencia de su disfrute, el aura pasaba a ser la experiencia comunal. Si Benjamin consideraba que “las obras de arte más antiguas surgieron, como sabemos, al servicio de un ritual que primero fue mágico y después religioso” y que “no llega nunca a separarse del todo de su función ritual”, ahora, para Koza el contexto mágico, ritual y hasta religioso que se le atribuía a la obra se puede recuperar, en cierto sentido, si se convierte en un acto colectivo.
Gracias al podcast de Otros Cines con Diego Battle y Manu Yañez que están haciendo desde Cannes, me entero de que la productora A24 no permite que se entrevisten a los directores de sus películas importantes en los marcos de los festivales, sólo ellos deciden, en entornos controlados, con quién se hablará. Sin duda una acción abusiva, arbitraria y hasta humillante dada la voracidad del estudio en atraer mucho del talento emergente y consolidado en estos últimos años. La lista de nombres que trabaja para la marca corta la respiración: Sofia Coppola, Jonathan Glazer, Alex Garland, Ari Aster, Kelly Reichardt, Joanna Hogg, Noah Baumbach, Charlotte Wells, Ti West, Kogonada, Sean Baker, David Lowery, Robert Eggers, los Safdies, Greta Gerwig, Barry Jenkins, Andrea Arnold, Peter Strickland o hasta la mismísima Claire Denis entre muchos otros nombres interesantes.
Hace unas semanas Ed Sheeran dijo que en un momento en el que uno mismo puede escuchar la música sin mediaciones, el crítico es redundante y no hace falta. Es un tema que me perturba y preocupa y que, seguramente, se repita en estas cartas. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que mucho de lo que escribo surge o se apoya en reflexiones de otros que se dedican a pensar las obras, a iluminarlas y a ofrecer visiones personales y desentrañarlas desde ángulos que a mí no se me ocurren o refuerzan ideas que podía tener y no saber articular. Un poco como cuando Nana habla con el filósofo Brice Parain y le explica que a veces sabe qué quiere decir, pero en el momento de hacerlo, no puede. Esa labor del mediador no puede ser sustituida aunque A24 o Ed Sheeran (o la corriente de pensamiento actual mayoritario) quieran eliminarlo.
Probablemente este posicionamiento de los productores y artistas frente al cuestionamiento de sus obras esté relacionado con el resultado de una producción cultural en este momento obsesionada con ser inteligible, con la explicación lógica y ordenada, con la creación sin salirse del marco de lo comprensible, erosionando aristas de riesgo En el audiovisual con la dictadura de la trama sobre la forma, como si las películas fueran lo que pasa en ellas y no la forma en la que son contadas. Que lo importante sea el resumen de la Wikipedia y no la creación de imágenes y sonidos duraderos. Así se explica que no se necesiten voces que den perspectivas, que cuestionen al artista y su obra, que la abran a nuevas lecturas, si todo acaba dependiendo de una trama correctamente ordenada y fácil de seguir y entender. Incluso en escenarios que se suponen más abiertos a lo aventurero como el festival de Cannes que se está realizando en estos momentos, se ha ido acomodando a un modelo de narración convencional en las obras que selecciona y dejando las más extravagantes para secciones paralelas u otros festivales de perfil más arriesgado como Rotterdam o Locarno. Decía Robert Bresson que prefería sentir una obra que entenderla, y Akira Kurosawa, a propósito de las quejas por lo inaccesible de El Espejo de Tarkovsky, escribió un hermoso texto que se publicó el 13 de mayo de 1977 en el periódico Asahi Shinbun, animando a acercarse a su cine desde el abismo de lo fragmentario, de lo incomprensible.